El euro fue concebido en Madrid en diciembre de 1995, como manera de poner fin a la crisis del mecanismo de tipos de cambio del Sistema Monetario Europeo (SME) que se había iniciado en septiembre de 1992 con la crisis de la libra esterlina, y tuvo una larga gestación, hasta que cuatro años después, el 1 de enero de 1999, se fijaron de manera irrevocable las paridades de las monedas —aquellos con edad y memoria suficiente recordarán que la conversión de la peseta a euros fue un euro igual a 166,386 pesetas— y el BCE tomó el control de la política monetaria. El nacimiento del euro duró 24 meses —periodo transitorio durante el cual solo circulaba la peseta, pero los precios se anunciaban tanto en pesetas como en euros—, hasta el 1 de enero de 2002, cuando se pusieron en circulación los billetes y monedas de euro y se empezaron a retirar las pesetas. La peseta dejó de ser de curso legal el 28 de febrero de 2002, aunque el canje de pesetas por euros se pudo realizar hasta el 30 de junio de 2021.

Mucho ha llovido desde entonces. Contra los pronósticos agoreros de renombrados economistas como Milton Friedman o Martin Feldstein, que auguraban el fracaso del euro debido a la imperfección de su estructura y el riesgo económico y político que esto entrañaba, la moneda única no solo ha sobrevivido, sino que ha ido sumando miembros a su club: la reciente incorporación de Croacia lleva a 20 el número de países del euro, casi el doble de los 11 países iniciales. Y cuatro países más —Andorra, San Marino, el Vaticano y Mónaco— usan el euro y pueden emitir sus propias monedas de euro. Pero no ha sido un camino de rosas. Se han cometido errores, algunos evitables, otros fruto de la inexperiencia o de dinámicas políticas perversas, que llevaron al euro muy cerca del precipicio durante la crisis, y que han limitado la capacidad de crecimiento de la eurozona.

Con la perspectiva del tiempo, la historia del euro es la historia de sus crisis. El bum económico alemán generado por la unificación fue un shock asimétrico para Europa, que llevó al Bundesbank a adoptar una fuerte posición antiinflacionista en 1991-1992 que, si bien era necesaria para Alemania, acabó siendo excesivamente dura para el resto del SME, y derivó en la salida de la libra esterlina y la devaluación de varias de las monedas del SME, incluyendo la peseta.

El euro empezó a cotizar el 1 de enero de 1999 a un tipo de cambio de 1,18 contra el dólar americano, pero perdió rápidamente casi un 30% de su valor, hasta 0,82 euros por dólar en octubre de 2000 —debido a los altos tipos de interés estadounidenses y a las ventas necesarias para reequilibrar las reservas de moneda extranjera de los países del euro—, lo cual provocó la intervención del BCE en los mercados cambiarios para estabilizar la recién nacida moneda.

A partir de ahí, una apreciación casi ininterrumpida, aupada por la euforia en la periferia del euro que animaba los flujos de capital, pero también la acumulación de desequilibrios —recuerden que el déficit por cuenta corriente español llegó hasta el 10% del PIB— hasta alcanzar los 1,60 euros por dólar en 2008. Los primeros indicios de la crisis financiera, con la suspensión de retiradas de liquidez en unos fondos franceses y los problemas de capital de varios bancos alemanes que habían invertido en hipotecas subprime, marcaron el máximo del euro.

El colofón lo puso el fraude fiscal griego: el déficit fiscal, que ya era de un abultado 6% del PIB en 2006, se reveló mucho mayor, alcanzando el 15% del PIB en 2009 y creando serias dudas sobre su sostenibilidad fiscal y su viabilidad dentro del euro. En ese momento, apareció la posibilidad de reestructuración de la deuda y de la salida del euro, amplificada por la fatídica decisión de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy en Deauville (Francia) de involucrar al sector privado y los titubeos del BCE. Y ya no hubo marcha atrás. Analistas y mercados crearon sus listas de países por orden de desequilibrios fiscales y externos, se crearon las categorías de Estados deudores y acreedores, aparecieron las primas de riesgo, y el euro ya nunca fue igual. Los países fuertes se beneficiaban del crecimiento de la demanda externa y los tipos de interés bajos, los países débiles sufrían para mantenerse a flote. La convergencia económica que debería generar la moneda única se frenó, dando paso a la divergencia, la fragmentación y la reducción de riesgos compartidos. Pero, a pesar de todo, el euro siguió siendo valorado positivamente: al fin y al cabo, defendiéndose de algunos intentos de forzar su salida, los países que más sufrieron durante la crisis decidieron permanecer en el sistema.

La historia del euro partió con los recelos entre Francia y Alemania y la preocupación de controlar la indisciplina fiscal italiana, y la crisis de la moneda única amplificó este deseo de control al resto de la periferia. Es la historia de una desconfianza, justificada o no, amplificada por una arquitectura económica incompleta que genera la necesidad de pasar más tiempo debatiendo sistemas de reglas tremendamente complicadas para reforzar los controles internos que diseñando instrumentos para aumentar el crecimiento potencial y afrontar los retos externos.

Tuvo que llegar la pandemia, y que los países frugales se dieran cuenta de que no podían contar esta vez con la demanda externa para seguir creciendo, para que el objetivo pasara a ser la resiliencia interna. De repente, algo que había sido declarado políticamente imposible durante una década —los eurobonos— apareció en tan solo un par de meses para financiar el NGEU y sostener la demanda interna europea. La crisis energética provocada por la invasión rusa de Ucrania volvió a tensar las costuras de la solidaridad europea, hasta que los más afectados por la ausencia de la energía rusa finalmente aceptaron a regañadientes que la virtud es cíclica y no siempre reside en el mismo sitio.

El euro ha mejorado con cada crisis y el BCE ha evolucionado y ganado credibilidad, pero sigue siendo un área monetaria imperfecta, penalizada por la falta de un mercado amplio y líquido de eurobonos que, entre otras cosa, limita el papel del euro como moneda internacional de reserva. La resaca de la pandemia y de la crisis energética ha puesto en peligro el mercado interior, debido al deseo de algunos países frugales de afrontar los retos geoestratégicos priorizando los subsidios a la industria nacional para ganar ventajas competitivas, en lugar de fomentar los bienes públicos europeos. Cuidado que los subsidios de hoy no acaben siendo como las devaluaciones competitivas de antes.

Eppur si muove (y, sin embargo, se mueve), que diría Galileo Galilei. A pesar de sus imperfecciones, el euro ha demostrado ser mejor que la alternativa de no tenerlo, y ha creado un área de estabilidad donde florecen los países que la aprovechan para mejorar la estructura de sus economías. Celebremos esos 25 años, y sigamos mejorándolo.

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